4ª entrega (siempre hay más)
Un análisis un tanto literario sobre el tan conocido cuento de “Caperucita Roja”
Colaboración especial de la novel lectora Acompañada A. Morales
¿Quién no se ha ido a dormir alguna vez en su niñez con el maravilloso cuento de Caperucita Roja?. ¿Cuál? Esa adorable niña que no sé porqué fue castigada con tal vestimenta (una caperuza roja) que si viviera en esta época, estaría a tono con un buen sector de la juventud y hasta podría ser socia fundadora de algún club de planchas.
Empecemos por el principio, como preocupante que es, la falta de responsabilidad de esa madre, mandar a una pobre niña sola, nada más y nada menos que al medio de un bosque. En realidad no queda claro si la abuela es la madre de la madre de Caperucita o la suegra, que es lo más probable, y por eso la mandaron a la vieja a vivir al otro extremo del bosque y capaz que hasta diabética era y por eso la madre de la adorable niña le mandó bastante dulce de regalo. Por mucho menos que eso la madre (“desnaturalizada progenitora” diría Canal 4) estaba en cana por incumplimiento de los deberes de la Patria Potestad.
Caperucita sería muy responsable pero un tanto tonta y corta de vista la pobre, porque ¡confundir a la abuela con un lobo! Pena que no existía en ese momento el Hospital de Ojos sino capaz que le hacían la operación en el país y hasta nos convertíamos en un país famoso por curar a tal personalidad.
Parece que El Lobo tenía más hambre que maestro de Escuela Rural; no le alcanzó con morfarse a la abuela: quería (como el refrán lo indica – Lobo viejo, ... ) carne tierna. O capaz que el depravado era otro pederasta más de los que ahora estamos encontrando en más de un patio de colegio.
La nena empezó con el consabido “¡Qué orejas más grandes tienes!”, “¡Qué ojos más grandes tienes!”... Esto podía constituirse en un magnífico ardid para ir ganando tiempo y ver por dónde rajar. Claro que Caperucita se jugaba una apuesta fuerte, porque el imbécil del Lobo podía no seguir el libreto y a la primer pregunta tonta de la niña salir con un “No tengo conocimiento y vení pa’cá!”
Por suerte los que si tenían buen oído eran los leñadores, que ni bien la niña empezó a los gritos, corrieron a ayudar. Posiblemente estaban en la media hora de descanso porque no creo que en medio de los hachazos pudieran escuchar algo.
Pero bueno; en época de rescatistas, éstos llegaron en buena hora y más rápido que cualquier patrullero, sin tener que planificar excavaciones o medios más seguros de rescate (con palos y hachas asunto arreglado).
Y además no tuvieron que preocuparse de ninguna observación de ninguna escribana pelotuda presidenta de ninguna Sociedad protectora de Animales.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
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